TRIBULACIONES Y ALBOROZOS DE UN PORTEÑO MILONGUERO
Bartolo se aburría en casa. Los grititos de la pequeña Romina en su cunita y el tedio que le producía la falta de actividad, junto con los calores propios del mes de diciembre, no eran precisamente lo que él mas necesitaba en esos momentos.
Por otra parte, hasta la noche no comenzaba el bailongo en el club del barrio y las horas que le precedían se hacían interminables para él.
De repente, como empujado por un resorte invisible, Bartolo se incorporó de su mecedora y salió disparado hacia la calle.
Poco después, sentado en el vagón de tren del Ferrocarril Oeste, contemplaba el ir y venir de los edificios de la ciudad, pero con un solo pensamiento en la cabeza, aquello por lo que se vió obligado a salir precipitadamente de su casa.
Se bajó en Villa Luro, junto a algunos mas, y se encaminó hacia otro andén que estaba algo separado del andén central. Sacó de su bolsillo cinco centavos y compró un boleto para un pequeño tren de dos vagones, que eran una imitación a pequeña escala del que acababa de dejar, y se subió para acomodarse en su interior.
A Bartolo aquél ambiente le resultaba familiar, de hecho no era la primera vez que iba a efectuar ese recorrido de cinco minutos que, después de dos paradas intermedias, le conduciría hasta el destino final de la estación de Versailles. Realmente aquellos vagones eran un auténtico punto de encuentro de la barriada, donde los amoríos y los chismes estaban a la orden del día.
Bartolo descendió del pequeño vagón del trencito y se quedó parado en la pequeña estación como buscando algo, hasta que finalmente lo encontró. Los acordes de "El porteñito" ya le transportarían hasta su destino final, de la misma manera que a Carpanta le conduce el aroma inconfundible de un pollo asado. Sabía que ese lugar, ubicado en la misma estación de Versailles, siempre había un sitio de encuentro de milongeros que se juntaban para mostrar los últimas figuras aprendidas en la última milonga.
Bartolo se incorporó al grupo y, después de saludar a los demás, prendió un pucho y se dispuso a disfrutar del momento. Había que ver la cara de Bartolo. En ese momento era un hombre feliz. Lejos quedaban los grititos de Romina en su cunita y las voces de Mister Chassman y Chirolita en el viejo recetor de radio encima de la mesa de la salita.
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